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También para Simone Weil «casi toda la vida humana ha transcurrido siempre lejos de loscálidos baños». Pero en medio del escenario de violencias que tan dolorosamente contrastacon la delicadeza de esa otra vida que evoca el agua dispuesta para el baño reparador, ladialéctica de la fuerza se rompe por algunos resquicios. Al cabo, los héroes griegos sonhombres que recuperan su alma cuando aman puramente: en la amistad, en el amor filial, enel fraterno, en el conyugal, en el compañerismo. El más elevado de todos esos gestos deirreprochable pureza visibles en la
Iliada
en un marco de daño y vergüenza, humillación yherida, desesperación, miseria y esclavitud, es el de la amistad y la admiración por elenemigo. En realidad, la amargura que deja la sucesión de episodios en los que rige la ley que«subordina el alma humana a la fuerza» o a la materia procede por contraste de la virtualidadde esa ternura:
Nada de lo que es valioso, esté o no destinado a perecer, se desprecia; la miseria de todos quedaexpuesta sin disimulo ni desdén; ningún hombre queda por encima ni por debajo de la condición común atodos los hombres; todo lo que queda destruido, se llora. Vencedores y vencidos son también prójimos, y,en el mismo sentido, son los semejantes del poeta y del oyente. Si alguna diferencia existe es la de quetal vez se siente con mayor pesar la desgracia de los enemigos.
Ése es el verdadero carácter del poema, que enseña que el conocimiento de la fuerza y elsentimiento de la desgracia son en igualdad las condiciones de la justicia y del amor humanos.Una civilización que ignora alguno de esos principios (fuerza o miseria) no podrá aspirar a la justicia (porque los individuos establecerán diferencias entre sí) ni conocerá el amor (porquecada individuo creerá que la miseria nunca le afectará a él). Al contrario, una civilización quelos tiene presentes, aunque uncida a la necesidad, desarrollará un instinto para captar ladebilidad y no aprovecharse de ella.Entretanto, Simone Weil viaja por dos veces a Italia, en las primaveras de 1937 y 1938, y enla Semana Santa de ese último año visita la abadía benedictina de Solesmes. A menudo, losbiógrafos insisten en presentar esta época como la de la «conversión» de Simone Weil, elmomento en que se produce un giro en los asuntos de su vida y en la materia de su obra.Italia le proporciona la posibilidad de contacto con el espectáculo de la hermosura del mundo:oratorios, monasterios, paisajes, pero también gentes, ambientes, sabores, fundidos en unabelleza nunca vista antes. En uno de los lugares más representativos de la vida del Pobrecillode Asís, la capilla de Porziuncola de Santa Maria degli Angeli, descubre que el arte es la solarealización humana que cabe ser adorada y divinizada, y, en paralelo con Platón
, hace de labelleza un sacramento con sus virtudes sobrenaturales y un doble aspecto, nutritivo ycontemplativo: «La belleza es algo que se come, es un alimento», y «lo bello es lo que sepuede contemplar. Una estatua, un cuadro que podemos estar mirando durante horas. Lo belloes algo a lo que se puede prestar atención»
. En el relato que del suceso le hace en 1942 aldominico J.-M. Perrin, Simone afirma que «algo más fuerte que yo me obligó a ponerme derodillas por primera vez en mi vida»
. Es el inicio de una rueda de experiencias que combinanun dolor físico extremo en forma de intensísimos dolores de cabeza con una disposición alamor en absoluto y al disfrute de esa belleza terrena, y un sentimiento de que su mirada sobreel mundo recibe aquiescencia sobrenatural. Todo ello dado en medio del desapasionamientopropio de un estoico, de la resignación de un rehén, y de un cierto distanciamiento sentimentalque acaba finalmente superado. En el curso de la celebración de los oficios en Solesmes, «elpensamiento de la pasión de Cristo entró en mí de una vez para siempre»
. Poco más tarde,es la recitación de un poema del poeta metafísico inglés Georges Herbert lo que desencadena«un contacto real»: «el propio Cristo bajó y me tomó»
. Unos meses después, «en un
76
 
Fedón,
100d, y
El banquete,
211c.
77
 
E,
p. 122, e
infra,
p. 181;
CS,
p. 28;
SG,
p. 119, e
IP 
, p. 158: «Aquí abajo sólo hay propiamente una única belleza, quees la belleza del mundo. Las demás bellezas son sólo su reflejo, ya sea grande y puro, o desfigurado y sucio, o inclusodiabólicamente pervertido».
78
 
«Autobiografía»,
 AdD,
p. 41.
79
 
lbid.
80
 
lbid.
20
 
momento de tremendo dolor físico, y mientras me esforzaba por amar... sentí... una presenciamás personal, cierta y real que la de un ser humano...»
. Y lo mismo continuará sucediendodesde entonces en otras ocasiones que ella no refiere en detalle. Un nuevo e imprevisto centrode abordaje de la realidad se instala en su espíritu, un centro que procura la vivencia de abolirlímites inasibles, los efectos de una sublime nupcialidad llena de esclarecimientos.¿Quiere esto decir, como sugieren los biógrafos citados, que después de experiencias de esadimensión el pensamiento de Simone Weil deja de tener por objeto este mundo? ¿Que suatención se desvía verdaderamente de «las cosas de aquí abajo»? ¿Que esa nueva concienciala inhibe en absoluto de la acción? Se ha tratado de catalogar su misticismo pensando que desu tipificación se desprenderían claves con que enfrentarse a los nuevos conceptos queincorpora su filosofía
. Se ha intentado presentarlo como una salida «casi lógica», aunque enoposición, a la filosofía de la voluntad de Alain, lo que en adelante determinaría que susqueda solamente siguiera ya un rumbo que la condujera a una explicacn ya unalegitimación de esa experiencia mística
. Pero no conviene olvidar la posición al respecto de lapropia Simone Weil, quien consideraba que si por «conversión» se entendía un cambio radicalde orientación, no tenía sentido alguno aplicárselo a ella
, puesto que su pensamiento nohabía sufrido nunca rupturas, sino simples cargas de profundidad. Más bien se contemplabacomo alguien cuyo desarrollo espiritual no obedecía a otra cosa, desde sus inicios, que a una
vocación
que la había llevado a habitar siempre una única dimensión alimentada por un únicodeseo de verdad. Aunque ciertos aspectos de esta vocación lindaban con la naturaleza queWeber destacó en la
Beruf 
protestante, un rasgo singular la discriminaba. Esta vocación deSimone Weil no lograba salvar el dilema –también personal– entre gracia y condenación, comotampoco conseguía formular una moral teleológica. Resultaba natural, por otro lado, que unaética del amor por el amor como la suya no admitiera la existencia deducible de un premio oun castigo, y excluyera, por tanto, cualquier doctrina sobre el pecado y aun sobre la salvación.Pero Blanchot va mucho más lejos al afirmar que Simone Weil «no se convierte, ni seconvertirá nunca, a pesar de las solicitudes interiores y exteriores» que la apremian. Y añade:
Incluso hay algo chocante en el hecho de esta joven intelectual, sin vínculos religiosos y comonaturalmente atea, sea casi repentinamente a sus veintinueve años, sujeto de una experiencia mística deforma cristiana, sin que tal acontecimiento parezca modificar en nada el movimiento de su vida ni ladirección de su pensamiento
. 
Por lo pronto, lo que se desprende de su obra a partir de esa experiencia es que la misma nosirve tanto para resolver la contradicción que su pensamiento contiene hasta entonces entreun deseo de justicia que pide acción, movimiento, y la obediencia a la necesidad, que pideatención, padecimiento, cuanto para acentuar aún más esa fuerte tensión que lo expresa.Czeslaw Milosz lo ha definido glosando a Simone Weil de una perspicaz manera: "El sentido dela justicia es el enemigo de la plegaria»
. Dicho en términos convencionales y dejando a unlado las consecuencias para el propio sujeto, el proceso de la revelación en Simone Weil nodespeja el camino hacia unas conclusiones sobre el problema de la desgracia en el mundo,sino que ahonda hasta la raíz en el desencuentro que existe entre los dos imperios que rigen larealidad del hombre y que ella pone metafóricamente bajo la advocación de la luz y lagravedad
. Como mucho, su revelación adquiere la forma de una respuesta a un vacío quehace más evidentes y perfiladas las fronteras y regiones compartidas por ambos imperios.
81
«
Lettre a Joe Bousquet», 12 de mayo de 1942,
PsO,
p. 81. Véase también
CS,
pp. 9-10. 82, 83.
82
 
Cf. M. Castellana,
Mística e rívoluzione in Simone Weil,
Lacaita, Manduria, 1979, y E. Bea Pérez,
op. cit.,
pp. 138-148.
83
 
SP,
II, pp. 209-210.
84
 
En declaración al padre Perrin: «Aunque han sido varias las veces que he franqueado un umbral, no recuerdo, sinembargo, haber cambiado nunca de dirección». Cit. por A. A. Devaux, «Préface»,
OC 
, I, p. 11.
85
 
M. Blanchot,
op. cit.,
p. 154.
86
 
C. Milosz,
Terre inépuisable
(trad. francesa de
Nieobjeta ziemia),
Fayard, París, 1988, p. 136.
87
 
C, I, p. 234. Cf. aquí mismo,
infra,
p. 53ss.
21
 
Es en este sentido, y sólo en éste, en el que la experiencia mística se revela como crucial parala obra de Simone Weil, pero de manera que no resulta de ella una nueva opción, un giro, nide concepto ni de objeto, al amparo de un
credo ut intelligam
agustiniano, o sea, la adopciónde una vía bien señalada que conduce sin errancia a la verdad, o una especie de apuesta comola de Pascal que lleva a una teoría infalible del conocimiento. No. Si a partir de ahora SimoneWeil va a hablar con cierta insistencia de Dios lo hará con el propósito de desarrollar laatenuación, menos radical que la negación de Spinoza, pero atenuación al fin y al cabo, de sutrascendencia.No obstante lo referido más arriba, no cabe duda de que «revelar» significa también «hacervisible». En este punto del pensamiento de Simone Weil que voy a examinar la convergenciacon el de María Zambrano no es ni mucho menos azarosa, ya que corresponde a su mismoespíritu estoico, e ilumina otras grandes zonas de reflexión común entre las dos pensadoras,quienes, a pesar de no haber conocido ninguna la filosofía de la otra, mantuvieron un diálogo através de tiempos, espacios y peripecias muy distintos, en el que emplearon un mismolenguaje e igual comprensión sobre idénticas cuestiones.En esa imaginaria meditación filosófica conjunta, María es, como dijera el poeta Lezama Lima,voz, y Simone, atención. Y, en ambas, en efecto, la «visibilidad» se erige en ley constitutiva dela filosofía, a la cual se encomienda la tarea de buscar la diafanidad de las cosas. Para llevarlaa cabo, el filósofo, según María Zambrano, deberá borrarse, desaparecer
, o, en palabras deSimone Weil, mantener el anhelo de eclipsarse «para que las cosas que veo se vuelvanperfectamente hermosas por no ser ya cosas que veo». «Con tan sólo saber desaparecer, sedaría una perfecta unión amorosa entre Dios y la tierra que piso o el mar que oigo...»
. En los
Cahiers,
en los que desde 1934 hasta su muerte Simone acostumbró a apuntar ideas yreflexiones que fueron núcleo de sus numerosos escritos, y de los que este libro de
Lagravedad y la gracia
no es más que una antología, quedan anotadas las últimas palabras deFedra en la tragedia homónima de Racine
; « y
al privar a mis ojos de claridad, la muerte
 /
vuelve pura la luz por ellos mancillada».
Esos versos, en los que Fedra da cuenta a Teseo de su secreto y de su disposición a abandonarel mundo –acaba de tomarse un veneno– para que el mismo recobre su arquitectura, suequilibrio, su pureza, son uno de los fragmentos más comentados de toda la historia de laliteratura francesa. Para Lucien Goldmann
, asoma en ellos la conciencia del héroe trágico deque su presencia en el mundo trastorna las cosas, perturba el orden y la claridad solar. ParaDenis de Rougemont proclaman, sin embargo, el triunfo del día terreno sobre la muerte de laamante, al contrario de lo que sucedía en el mito de Tristán
; mientras que Roland Barthes,en línea con De Rougemont, destaca el valor liberador de la confesión, que «desata esa muerteinmovil y devuelve el movimiento al mundo»
.Cuando Simone Weil hace suyas las palabras de Fedra, extrema todas esas interpretaciones.Efectivamente, el mundo queda restituido en su belleza y pureza originales cuando se anula lamirada de una conciencia que sabe que mira y que empaña esas realidades. Pero esa muerteno es liberadora del sujeto que mira. Aquí desde luego la concepción de Simone Weil no estáalimentada por aquella creencia órfica o pitagórica que en el Barroco literario tomaba la formadel puerto apacible como metáfora de la muerte frente al mar borrascoso de la vida. Ya pesardel emparentamiento espiritual de Simone Weil con ellos, tampoco queda cerca del aserto deKierkegaard de que «la curación está precisamente en morir, en morir a todas las cosasterrenas», y del dicho de san Juan de la Cruz de que «quien supiere morir a todo, tendrá vida
88
 
M. Zambrano,
Los bienaventurados,
Siruela, Madrid, 1990, pp. 52-53, y
El hombre y lo
 
divino,
FCE, México, 1973, pp,33ss.
89
 
Cf. aquí mismo
, infra,
p. 88. Véase también
CS
, p. 260.
90
 
Racine,
Fedra,
act. V, esc. 7. Cf.,
infra,
p. 88 y n. 1.
91
 
En su clásico estudio
Le dieu caché,
Gallimard, París, 1955 (trad. esp.:
El hombre
y
lo absoluto,
2 vols., trad. J
.
R.Capella, Planeta-Agostini, Barcelona, 1986; véase pp. 514-515).
92
 
D. de Rougemont,
El amor 
y
Occidente,
trad. A. Vicens, Kairós, Barcelona, 1979; p. 211.
93
 
R. Barthes,
Sur Racine,
Seuil, París, 1963, p. 110.
22
 
en todo»
, y menos si se piensa que la filosofía de Simone Weil es lo contrario de una filosofíadel consuelo, que llega a rechazar la idea de la inmortalidad como prolongación de la vida porconsiderarla perjudicial para el uso debido de la muerte, y que no deja de tener presente ni unmomento que todo tiene lugar «lejos de los cálidos baños».Aquí la concepción de Simone Weil impulsa toda su teología. Si en Spinoza las cosas sonproyecciones (afectos) de los atributos de Dios
, según ella el yo del hombre intercepta yenturbia esas proyecciones. La desaparición o muerte a que se refiere es, pues, la muerte delyo, la única posesión cierta que se tiene, y de lo único que, por lo tanto, cabe desprenderse:«Poseer un yo... es la mayor concesión que se ha hecho al hombre, pero además es laexigencia que la naturaleza tiene sobre él», afirmaba Kierkegaard
. Ésa es sin duda la primeraseguridad que se le impone al místico, al contemplativo capaz de decir que «yo no existo» enel inicio del proceso de impersonalización que le ha de llevar a la fusión mística. «Y yo le di dehecho / a mí, sin dejar cosa», dice san Juan de la Cruz en la estrofa 18A del
Cántico espiritual,
como ademán culminante que anuncia el único modo de «hacerse perdidizo».Comparado con la famosa frase de Pascal, «le moi est haïssable»
, en la que el yo es odiosopor ser sujeto de injusticias que les son odiosas a los demás, y que parte de una visiónpesimista del hombre y las criaturas
, el modelo de neutralización del yo en Simone Weildestaca por su carácter metafísico, frente al contenido moral que encierra esa idea deexpiación en Pascal.Simone aca un concepto e inventa una palabra para expresar esa gran renuncia:descreación.Reduciendo a un difícil acuerdo algunas actitudes panteístas y maniqueístas, para ella lacreación del mundo es consecuencia de un abandono o retirada de Dios, de un acto en el queDios se niega a sí mismo, rechaza ejercer su poder como en una renuncia amorosa, o, pordecirlo con una expresión suya, inspirada en san Pablo, «se vacía de su divinidad», de maneraque la existencia de las criaturas y el resto de lo creado es incompatible con la existencia de sucreador, o cuando menos con su presencia.Esto, como se ve, va más lejos de lo que nunca pudo llegar a creer un maniqueo, y se siente lacercanía del ateísmo. En otras palabras, la creación hereda lo divino, como en Spinoza, pero acosta de la abdicación o retiro del creador, como en la tradición maniquea, lo cual hace que elmundo quede sometido a cierto mecanismo que opera precisamente desde la imposibilidad deintervención de lo divino en él, de igual modo que Spinoza decía que Dios no puede hacer «quede la naturaleza del triángulo no se siga que sus tres ángulos valgan dos rectos»
. Así, pues,asistimos a un acontecimiento nunca antes contemplado: un dios infinitamente alejado, oausente, un dios oculto como el de los jansenitas, y un dios inmanente como el de los
94
 
S. Kierkegaard, «Prólogo de 1848»,
La enfermedad mortal,
trad. D. G. Rivero, Sarpe (Guadarrama), Madrid, 1984, p.28. San Juan de la Cruz, «Dichos de luz y amor», 170, en
Obras completas,
ed. L. Rincón, BAC, Madrid, 1982, p. 55.Estas expresiones de Kierkegaard y de san Juan de la Cruz son calcadas, sin embargo, a alguna otra de Simone Weil,como la que sigue: «La salvación es consentir en morir»
(CS,
p. 168). No obstante, el contexto cambia por completo,pues todas ellas no se alejan de la tradición cristiana que convierte a la muerte (también a la muerte del yo) en suprimera condición, y no en el término final de la vida. Lo que el Evangelio llama «muerte de sí mismo» no es más que elcomienzo de una
vida nueva.
Así, quien cree en la Encarnación, «renace del espíritu», como dice De Rougemont,
op.cit.,
p. 69, «desde ese mismo instante: muerte de sí mismo y muerte del mundo en la medida en que el yo y el mundoson pecadores, pero vuelta a sí mismo y al mundo en la medida en que el Espíritu quiere salvarlos».
95
 
Baruch de Spinoza,
Ética,
I, Corolario de la Proposición 25 (ed. de V. Peña, Nacional, Madrid, 1984, p. 80).
96
 
S. Kierkegaard,
op. cit.,
p. 47.
97
 
Pascal,
Pensamientos,
ed. de Brunschvicg, art. VII, «La moral y la doctrina», fr. 455.
98
 
Ibid.:
«Cada
yo
es el enemigo, y querría ser el tirano de todos los demás». Y más adelante, frag. 485, añade que loodioso del yo reside en su concupiscencia. Véase, por el contrario, M. Veto,
La métaphysique religieuse de SimoneWeil,
J. Vrin, París, 1971, p. 145.
99
 
Ética,
I, Escolio de la Proposición 17. Exactamente así también pensaba, citando a Platón; Alain
(Propos,
II; p:801):«No encuentro en Platón nada que no baste; y su dios, que se retiró dejando el mundo con leyes impecables, ya loshombres como hacedores de su destino, desentraña bastante bien nuestras más trágicas aventuras. Porque lamecánica del mundo es pura y simplemente la que es, y no nos quiere ni mal ni bien».
23
 
platónicos, reunidos en uno solo por vez primera
, gracias a un esfuerzo de conciliación queno priva al mundo ni del bien ni del mal por todas partes visibles: «La creación: el bien hechotrozos y esparcido a través del mal»
. Las pinturas de Miguel Ángel en la Capilla Sixtinaparecen presentar así la creación: Dios se separa de Adán en medio del espacio de todo locreado. No es que, como ha señalado Gombrich, Dios se acerque a Adán, sino que Dios se vade Adán, se retira. El caso es que su creación posee desde el principio una perfecciónvulnerada, una herida o llaga por la que escapa al infinito su plenitud, y que propicia unaapariencia de inacabamiento. Para salvar ese infinito espacio que media entre criatura ycreador, el hombre debe experimentar el vacío de que está hecha esa distancia emulando elprimer gesto del creador, procediendo al propio vaciado, al más profundo deshacimiento olegrado, descreándose. La nada que se reintegra en la nada para que
todo
exista con suintensidad real.En sus últimas consecuencias, esos conceptos mantienen un vínculo con las categoríasantiaristotélicas
que se han derivado de la mística, tanto oriental como occidental, en todoslos tiempos. Sin embargo, lo que confiere singularidad a la teología weiliana es que, como bienha visto Angelica Krogmann
, hace del sufrimiento, de la desgracia humana, su núcleo. Es suseña esa referencia humana. Aquella necesidad contra la que el poder divino se revelainoperante, el sentimiento de la soledad y el exilio más absolutos, el espacio y el tiempo y lasleyes que rigen la materia, todo aquello que conocemos como malo no evita que se puedaamar la belleza y el orden del mundo del que son parte:
La alegría y el dolor son por igual preciosos dones que hay que saborear íntegramente uno y otro, cadacual en su pureza, sin tratar de mezclarlos. Mediante la alegría la belleza del mundo penetra en nuestraalma. Mediante el dolor, entra en nuestro cuerpo
. 
De aquí procede que los griegos siempre la inspiren lo mejor por su concepción dolorosa de laexistencia, en la que «el dolor no aparece como el fracaso de una aspiración a la felicidad»
.Para ellos, que incluso amaban dolorosamente a sabiendas de que sólo se ama de verdadaquello amenazado de desaparición, no existe, sin embargo, la angustia, sino tan sólo laamargura, como Simone advertía en la
Iliada,
porque su civilización posee un ingredientesobrenatural: la gracia que, si no puede evitar los efectos de la «gravedad» y la fuerza, esdecir, la herida, la desgracia, sí logra que esa subordinación a la aplastante necesidad, a lapura impotencia, no corrompa el alma.En nada se parece este uso del sufrimiento y la desgracia a la complacencia o el delirio conque los mártires cristianos, por ejemplo, se arrojan al martirio
. Éstos ven en el padecimientocorporal una mera transación para la gloria, mientras su alma sigue corrompida por la ilusiónque su fanatismo les crea. Por el contrario, si la esclavitud de la naturaleza, el padecimiento dela desgracia, abre un proceso de impersonalización, de hondo anonimato, de vacío, en el queno hay consuelo posible, sino a lo sumo una absorción en la desgracia general del universo,una igualación con el objeto del amor, entonces no hay posibilidad de pensar en una virtudheroica, ni de distinguirse, salvo por una sustancial pasividad. En el buen uso de la desgraciase da el padecerla sin clamor, sin señales, con una firmeza teñida de tristeza. Toda clase deidolatrías políticas y religiosas; las ilusiones, entre las que no cabe descontar la divinizaciónhegeliana de la historia; la imaginación y el sueño engañosos; los anclajes en el tiempo pasadoo futuro; la satisfacción de deseos que sólo buscan compensar las brechas abiertas en el alma
100
 
Cf. L. Kolakowski,
Si Dios no existe...,
Tecnos, Madrid, 1985, pp. 123 ss.
101
 
Cf.
infra,
p. 111.
102
 
Recuérdese aquella frase de la
Ética Nicomaquea,
IX, 4: «para el hombre virtuoso es un bien el existir». Como sesabe, la experiencia mística parece llevar a la afirmación contraria: todo hombre virtuoso contempla en su negación lafelicidad de la existencia. En palabras de Weil
(EdL,
p. 17), «la perfección es impersonal».
103
 
A. Krogmann,
Simone Weil,
Rowohlt, Reinbek, 1970, p. 136.
104
 
 AdD,
p. 83.
105
 
SS,
p, 232.
106
 
Aprovecho aquí una sugerencia de
SP,
II, p. 248.
24
 
por la miseria; en fin, la entera factoría humana para producir irrealidad aparta de ese buenuso de la desgracia, corrompe el alma, y ciega el conducto de la gracia.Ha habido quienes han reprochado a Simone Weil el inevitable desvío que su experiencia tienehacia los aspectos socio-políticos de su pensamiento y, concretamente, se ha criticado queoptara por las condiciones de vida de las clases obreras como el emblema de la desgracia enun periodo histórico de enorme barbarie. «La desgracia del siglo», se ha dicho, «no está en lasfábricas, sino en las cámaras de gas»
. En realidad, esta crítica comparte el marco de otramás amplia, de la que participan entre otros Emmanuel Lévinas y Paul Giniewski, y que seresume en mostrar a Simone Weil como una traidora al judaísmo, del que desconoce todo
.Dejando a un lado el hecho de que Simone Weil no llegó a tener nunca noticia alguna de laexistencia de las cámaras de gas, cuantas explicaciones se han ofrecido de su negativo análisisde la civilización judía
han hurtado la especial coherencia que el mismo presenta con el restode su filosofía.Por la manera en que la noción de descreación encaja en unas preocupaciones –las sociales ypolíticas–, que nunca abandonan a Simone Weil, y en su interpretación de la historia, seadvierte que el esfuerzo de los sticos por anular el «ytiene una correspondenciacolectiva: «La parte del alma que dice “nosotros” es aún infinitamente más peligrosa», escribeen 1943
, porque deja inhábil al individuo frente al magnetismo de lo colectivo, lo inhibe desus responsabilidades personales. Si ha habido dos pueblos en la historia que han hecho deesa fe en lo social (raza elegida, nación dominadora) la base de su existencia, que hanadorado en primer y único lugar al «gran animal» de Platón (
República,
VI, 493a-c), ésos hansido el romano y el hebreo. Uno, porque divinizó el poder, la fuerza; y el otro, porque franqueóel poder político a la religión. En ambos casos, se creó un sucedáneo de Dios, un
ersatz,
«imitación de un objeto que está infinitamente alejado de mí y que es yo»
. Si Israel seconvierte para Simone Weil «en la ciudadela de todas sus oposiciones, el núcleo de todas susresistencias»
, es precisamente porque, negando el carácter de mediador del Dios egipcio,destierra de su civilización la dulzura, y no codicia otra cosa que el prestigio de la fuerza aimagen de su Dios guerrero
. Es el mismo rechazo intelectual que le produce Roma. Y si ensu vida personal no se detiene ante ningún obstáculo que entorpezca su acceso a la pureza, ala verdad o a la plenitud de ser (el amor, la amistad), con menor razón puede pedírsele que lohaga ante una certeza surgida de un puro análisis histórico al que no se le oculta que lahistoria es siempre el relato que los vencedores hacen de los hechos desde el olvido radical delos vencidos.En su singular búsqueda, Simone Weil desdeña, pues, todo afecto, lazo o creencia, empezandopor aquella que no piense a Dios desde su ausencia o inexistencia, que edulcore la parte deamargura que contiene la realidad. Apoyada en el ejercicio de su inteligencia, contempla eluniverso como significativo, y considera que, dicho en términos del conocer, la gracia procurael conocimiento de lo absoluto, la parte más real que todo lo demás a la que la inteligencia nollega. A juicio de Maurice Nadeau
, es en ese aspa ardiente del problema del conocimientodonde Simone Weil trata de lograr la síntesis de la razón y la fe, de la ciencia y la religión, deuna estética y una ética a la manera griega. Como se mencionaba más arriba, la experienciadel sufrimiento y la desgracia introduce el universo en el cuerpo. Para ello se hace preciso
107
 
A. Moulakis,
op. cit.,
p. 161.
108
 
Cf. E. Lévinas,
Difficile Liberté, Essais sur le judaisme,
Albin Michel, París, 1963, PP. 160-170, y P. Giniewski,
Simone Weil ou la haine de soi,
Berg lntemational, París, 1978, pp. 36-37, 55 y 185-188.
109
 
Por ejemplo, R. Coles
(op. cit.,
pp. 57-74) lo reduce a una mala conciencia de raza y a un deseo de singularizarse (!).H. Abosch
(op. cit.,
p. 24), por su parte, aduce que poco se puede traicionar algo en lo que nunca se ha creído. F.Hetmann (
op. cit.,
p. 53) lo explica por la interiorización de la amenaza de rechazo antisemita que pesa continuamentesobre cualquier judío, y que Weil proyecta a su vez. Etc.
110
 
EdL,
p. 17.
111
 
Cf.
infra,
p. 191.
112
 
J.-M. Perrin y G. Thibon,
op. cit.,
p. 69.
113
 
LR,
pp. 15-17 y 83, y aquí mismo,
infra,
pp. 197-198.
114
 
M. Nadeau, «Simone Weil et la réformation de l'homme», en
Littérature présente,
Corrêa, París, 1952, p. 178.
25
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